«No es la especie más fuerte ni la más inteligente la que sobrevive, sino la que mejor se adapta a los cambios». (Charles Darwin).
«Expongo solamente las razones por las cuales los pueblos modernos, que se creen libres, tienen representantes y por qué los pueblos antiguos no los tenían. De cualquier modo, en el instante en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe». (Jean-Jacques Rousseau).
Corría el año 93, desaceleraba la economía española tras el boom de los fastos del 92 y la peseta se ahogaba una y otra vez en el proceloso océano de la devaluación, suspirando por una futura moneda europea que solucionase sus corrientes desmanes.
Además de encontrarnos en un nuevo ciclo de crisis, en nuestro país, Felipe (el que un día fue socialista, dice la leyenda) se tambaleaba en su última legislatura al ritmo del “váyase Sr González” de un incipiente Aznar, que adolecía de carisma, pero luego le fue la marcha como a su predecesor en eso del endiosamiento y la egolatría.
Estábamos, pues, en esas en nuestra querida y odiada España, a partes iguales por cada unidad de los cuarenta y pico millones que somos, estamos y existimos, que según sople el viento o suene la flauta podemos inclinarnos a un lado u otro de esa balanza que supone el amor-odio, que al fin y al cabo es tan común en las relaciones más estrechas de nuestra vida, cuando -como decía, que me desvío- por las aulas y pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Granada se discutía (y mucho) ante una dicotomía que seguía dando (y de qué forma) para mucho debate: Seguridad versus Libertad.
Y no era rara la cuestión, ni venía de corto, si nos atenemos a que dicha dicotomía entre el concepto de libertad y el de seguridad ha sido un debate teórico frecuente desde que se configura el pensamiento liberal y los estados liberales en Europa y EEUU.
Es más, tirando espacio-tiempo atrás, ya en el siglo XVII, Hobbes señalaba que el ser humano en su estado natural era malo y egoísta, por lo que la sociedad y sus instituciones se justificaban cuando los individuos tenían seguridad. Así, en su obra Leviatán, el contrato social era lo que facultaba al soberano a usar los poderes del Estado para hacer obedecer a los súbditos, pero siempre sobre la base de la seguridad para que prosperase la vida familiar y el libre comercio.
Locke por su parte, argumentaba que los hombres no son tan malos por naturaleza y que poseen derechos individuales inherentes a su condición humana. Así, en su obra “Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil”, Locke reinterpretó el contrato social que le concedía al gobierno una autoridad, limitada, de forma que siempre garantizase las condiciones para la libertad.
Es decir, volviendo a nuestros días; no es raro que tras un siglo tan convulso -dos guerras mundiales de por medio y numerosos conflictos bélicos de gran escala, amén del terrorismo de diferente índole, cárteles de la droga, tratas de blancas internacionales y un largo etcétera-como ha sido el siglo XX, esta cuestión que nos atañe terminara de estallar (y perdón por la expresión en este contexto) al arrancar el siglo XXI, con el ya histórico por cientos de razones 11 S del 2001, y el atentado en Nueva York contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Después, vinieron Madrid y Londres, más tarde Paris y Bruselas. Antes, entre medias y después, masacres no tan mediáticas por nuestro eurocentrismo u occidente centrismo, en Yemen, Filipinas, Indonesia, Sudán, Nigeria…
Y eso sin contar pandemias mundiales de diferente consideración durante la Edad Contemporánea (desde la Peste al Ébola, pasando por gripes europeas, porcinas o aviares, hasta llegar al VIH) que con la COVID 19 coronando este listado de males, hemos sido testigos históricos de algo que creíamos Ciencia Ficción, recreada en cómics, novelas y películas.
Todo ello, como digo, ha incrementado aún más, si cabe, esa sensación de revisar el famoso Contrato Social de Rousseau, actualizándolo a nuestros días. Y sí, repito; a nuestros días. La fugacidad con la que pasan los acontecimientos, no nos deja un instante para mirar atrás, con un mínimo de perspectiva para analizar las cuestiones. Y hacerlo casi al día es un imperativo de nuestro ritmo vital. Ahí entra otro factor nada baladí para nuestro debate; internet, el comercio y la publicidad online, las redes sociales… Todo un metaverso para expandir la dicotomía en cuestión casi al infinito (ay, mi madre; me empiezo a arrepentir de escribir este artículo).
Para intentar poner un poco de orden, si fuera posible, a este espacio para la reflexión, voy a presentar diferentes visiones a cerca del debate para -a posteriori- ser ambicioso y mediante el cruce de ideas poder sacar alguna conclusión que sea digna, al menos, de ser leída, y ya no digo si además puede ser fruto de pensamiento.
Empezaré por la visión básica, jurídica e imperante de la ideal liberal del Estado de Derecho. Tradicionalmente, el terrorismo era o nacionalista o “de estado”. Sin embargo, en las últimas décadas ha ganado fuerza un nuevo tipo de terrorismo: el global, aquel que tiene por objeto la Comunidad Internacional.
Es en esta categoría donde se encuentra el terrorismo de carácter religioso islamista (como gran ejemplo de esta). Es global porque fija como enemigos no a un estado concreto, sino al mundo “occidental”; con la particularidad de que sitúa como objetivos “válidos” cualquier lugar y en cualquier momento. Ello ha obligado a los gobiernos a tomar medidas urgentes extraordinarias.
Teóricamente, estas irán ligadas de forma inherente e indefectible al citado ideal liberal del Estado de Derecho, que determina en primer lugar el principio del imperio de la ley, es decir, que las leyes deben de aprobarse conforme a unos procedimientos y subordinados a una Constitución como ley fundamental.
En segundo lugar, el principio de legalidad de la administración, por el que ningún gobierno puede saltarse las leyes a la hora de acometer una actuación administrativa.
Y finalmente, la existencia de unos derechos fundamentales de la persona reconocidos y garantizados con la suficiente garantía y seguridad jurídica.
En este sentido, empezamos a observar choques de trenes; uno en sentido a la libertad y otro en el de la seguridad. No van en dirección contrapuesta exactamente, pero sí distinta. La colisión, a veces es librada por un intercambiador de raíles cartesiano (valga aquí el símil), pero en otras hay casi que taparse los ojos, a la manera de una película de Hitchcock, porque intuimos lo peor.
Es el caso de la llamada ley patriótica, Patriot Act de EEUU; un buen ejemplo de legislación que vulneraba derechos civiles y constitucionales de los ciudadanos, como así declaró un tribunal federal de EEUU. Por lo que han tenerse en cuenta ambos elementos, el terrorismo y los fundamentos del Estado liberal, a la hora de diseñar las políticas de seguridad. La democracia debe perdurar ante el terrorismo (al menos negro sobre blanco inmaculado en este caso… y ya sabemos cómo actúa la jurisprudencia allá, en la tierra de las oportunidades).
Tras el prisma jurídico, intentaré abarcar el histórico (que obviamente impregna el anterior, como aquel a este) en pro de seguir estructurando la disertación por disciplinas.
La célebre definición de soberanía –soberano es aquel que decide el estado de excepción– con la que el famoso y controvertido jurista y politólogo Carl Schmitt empezaba su «Teología política» se ha mostrado crucial una y otra vez a lo largo de la historia.
El precedente más claro del estado de excepción en la Historia, podemos encontrarlo seguramente en la legislación anti tiránica de Atenas, sobre todo durante la Guerra del Peloponeso y tras el intento de golpe de estado de 411 a.C. en el juramento contrario a la tiranía de los ciudadanos atenienses y en las medidas de purga de los oligarcas atenienses y, viceversa, cuando cambian las tornas.
Pero sobre esto y mucho más, ahondaremos en la segunda parte de este artículo que, por su densidad y nuestra salud mental, hemos decidido dividirlo, haciendo bueno el dicho…