La era Fake News.

Los bulos o noticias falsas son un fenómeno que ha existido siempre. Su objetivo fundamental es manipular o distorsionar la realidad, para ajustarla a unos intereses específicos, ya sean económicos, políticos o ideológicos. Con frecuencia su fin es desprestigiar a un adversario determinado. Ya en la Primera Guerra Mundial, los ingleses reclutaron a personalidades del mundo de las letras, la religión o la política, tales como Conan Doyle, Shaw o H. G. Wells, para que realizasen periódicas visitas al frente con el fin de que configurasen y divulgasen una imagen distorsionada, brutal y grotesca de los alemanes. Consiguiendo que la opinión pública pensase que el enemigo es inhumano y desalmado, el Estado Mayor veía legitimada cualquier acción bélica sobre él, así como la justificación de la imperante necesidad de llevarla a cabo.

Una noticia falsa o fake new es eso; una información deliberadamente errónea que se difunde con la voluntad de engañar y que tiene dos características básicas: tener un objetivo claro y adquirir una apariencia de noticia real, precisamente para conseguir que parezca auténtica.

Como se ha dicho, el concepto de fake new no es nuevo, lo novedoso es el fenómeno. Las fake news están de moda y lo que ha cambiado es que antes, este tipo de bulos quedaban relegados a círculos más limitados o locales, en cambio ahora, con los actuales medios de comunicación y las redes sociales, su difusión es ilimitada, mundial y su velocidad de propagación inmensa.

Recientemente, el Centro Criptológico Nacional1 ha publicado una guía con el objetivo de explicar las principales características y metodología de las actuales acciones de desinformación, a fin de que los ciudadanos y los usuarios finales de medios de comunicación digital dispongan de las herramientas que les permitan consumir y compartir información de manera crítica y evitar ser cómplices involuntarios de acciones ofensivas contra los intereses del Estado.

Con más frecuencia se diseñan los ataques utilizando el ciberespacio contra los intereses de un país, sin intentar alterar los sistemas informáticos o de las comunicaciones de gobiernos o corporaciones,  en su lugar se intenta alterar el funcionamiento de uno de los principales elementos de desarrollo de una democracia liberal y de un Estado moderno: la opinión pública.

El documento del CCN-CERT nos indica que los responsables de estos ataques suelen ser gobiernos y grupos subnacionales que tienen como objetivo erosionar y debilitar la cohesión interna de un Estado o un de grupo de estados considerados como adversarios y, de esta manera, redefinir su posición geoestratégica. De hecho, algunos países ya reconocen abiertamente que están llevando a cabo y acometiendo este tipo de acciones de manera sistemática. En este sentido, Rusia ha sido uno de los países que más ha desarrollado el concepto de guerra híbrida o, en palabras de la doctrina militar rusa, “guerras no declaradas” y “guerras no lineales”.

Según la guía CCN-CERT, existen al menos seis factores que contribuyen a impulsar el uso cada vez más recurrente de las acciones hostiles basadas en la distribución de desinformación:

(1) Alto nivel de efectividad. La revolución tecnológica ha permitido democratizar el acceso a los medios y a la tecnología de producción de mensajes informativos. Actualmente, resulta relativamente barato y fácil producir mensajes multimedia de alta calidad técnica y difundirlos de manera directa y eficaz a las audiencias que se consideren más adecuadas para recibir esos mensajes. En cuestión de pocos días, es posible crear páginas webs y plataformas de comunicación multimedia con el mismo aspecto y calidad profesional que medios de comunicación con trayectorias centenarias, o manipular fotografías con programas de edición de fácil acceso y usabilidad. De igual manera, con recursos limitados, incluso con un dispositivo móvil, es posible transmitir contenidos en directo, de forma masiva, o generar vídeos con imágenes artificialmente retocadas, que serán posteriormente difundidos en Internet y redes sociales.

(2) Dificultad para establecer una atribución directa. Una de las principales características de las campañas de desinformación es generar confusión, tanto a través de los mensajes, como de las fuentes. Las plataformas digitales y la propia naturaleza de la red propician el surgimiento de actores anónimos que influyen de manera maliciosa en la conformación de la opinión pública. Los perfiles digitales anónimos, los programas para automatizar la distribución de mensajes, el software de ocultación de direcciones IP, la tecnología para crear nuevos medios que mimetizan el aspecto de empresas de comunicación consolidadas… Cualquier usuario de Internet tiene hoy día al alcance de su mano la tecnología necesaria para crear redes de comunicación, potencialmente influyentes, que hacen muy compleja la trazabilidad de la información y su fuente de origen. Por ello, resulta laborioso y complejo sustanciar en evidencia una acusación directa o presentar cargos legales o emprender acciones coercitivas contra un país o un grupo subnacional al que se le acusa de iniciar una guerra de comunicación.

(3) Compleja regulación. A diferencia de otras acciones ofensivas, como la guerra abierta en un campo de batalla, las acciones terroristas o el hackeo digital, las acciones de desinformación y de manipulación de opinión pública no son fáciles de combatir desde la perspectiva legal propia de las democracias liberales. La libertad de expresión y de opinión son principios fundamentales en un Estado-Nación democrático y suele ser inviable, por principio democrático, limitar estos derechos, tanto a ciudadanos nacionales, como extranjeros. Crear un medio de comunicación que difunde información no contrastada no es un delito, como tampoco lo es gestionar multitud de cuentas anónimas en redes sociales, o crear filiales o medios asociados con grupos vinculados a gobiernos extranjeros. Los actores, tanto estatales como no estatales, que actualmente realizan este tipo de operaciones son conscientes y sacan provecho de las limitaciones y contradicciones que plantean las pre-citadas regulaciones.

(4) Limitación para establecer una relación de causalidad. Las actuales metodologías técnicas permiten detectar intentos de desinformación y atribuirlos, con mayor o menor grado de certeza, a determinados agentes nacionales o subnacionales con intenciones de condicionar de manera maliciosa el debate público en un Estado. Sin embargo, todavía es muy difícil poder probar una relación de causalidad entre los intentos por alterar la opinión pública y los cambios en el comportamiento de los ciudadanos.

(5) Aprovechamiento de vulnerabilidades sociales ya existentes. Los agentes responsables de emprender acciones de desinformación contra un Estado no inician sus acciones desde cero. Primero, detectan vulnerabilidades sociales y políticas reales y espontáneas que se están produciendo en el debate público de un Estado para después centrarse en aumentar y polarizar ese debate. De esta manera, resulta complejo acusar a estos agentes de provocar crisis políticas o sociales, puesto que en verdad su papel consiste en distorsionar, incitando al alza o a la baja en intensidad conflictos preexistentes o introduciendo nuevos factores para modificar su rumbo.

(6) Infiltración de la desinformación ilegítima en los métodos de la comunicación social y política legítima. La proliferación de acciones de desinformación ilegítima por parte de actores interesados en influir en la audiencia ciudadana de los países se da, en sí misma, en el marco de la utilización legítima que actores políticos y sociales hacen de las nuevas plataformas tecnológicas de difusión masiva de información para distribuir sus propios mensajes y contenidos. En ese escenario de conversaciones con miles de actores en redes sociales y conversaciones cruzadas sobre temas social o políticamente polémicos, el reto para evaluar y reaccionar apropiadamente ante las campañas de desinformación, anulándolas o contrarrestándolas, es separar el “grano de la paja”: discernir qué opiniones e informaciones de las distribuidas masivamente en plataformas digitales forman parte del legítimo intento de influencia por parte de actores sociales, económicos o políticos; y qué otras utilizan técnicas de influencia y las nuevas posibilidades de las redes sociales con propósitos de injerencia maliciosa.

Por ejemplo, el proyecto de Propaganda Computacional del Instituto de Internet de la Universidad de Oxford en Reino Unido estudia “cómo los bots, los algoritmos y otras formas de automatización son utilizados por actores políticos en países alrededor del mundo”, partiendo de la base de que las tecnologías de la automatización ya forman parte de las conversaciones políticas también en las democracias y, por tanto, que la desinformación con propósitos de injerencia maliciosa se intercalará en esa realidad.

En España existen actualmente 27,6 millones usuarios de Internet, de los cuales 25,5 millones utilizan diariamente las redes sociales. Las fuentes consultadas indican que el 92 por ciento de la población española entre 16 y 65 años se informa diariamente a través de Internet y que el 85 por ciento lo hace a través de las redes sociales, según datos del Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información (ONTSI) del año 2017.

A tenor de estos datos se infiere que más de 20 millones de ciudadanos españoles están en riesgo de ser víctimas de la desinformación.

 

Gustavo Romero Sánchez

Gestor de Redes y Recursos Informáticos en el sector de la Seguridad.

Criminólogo y Antropólogo Forense

Tutor Tecnológico en Curso Superior de Ciberseguridad

 

  1. CCN-CERT BP/13 [en línea] [fecha de consulta: 13 junio 2019]. Disponible en: https://www.ccn-cert.cni.es/informes/informes-ccn-cert-publicos/3552-ccn-cert-bp-13-desinformacion-en-el-ciberespacio-1/file.html

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