Nuestra sociedad es inimaginable sin considerar el riesgo y las políticas de seguridad, los accidentes de tráfico aéreo, marítimo o terrestre, las grandes catástrofes nucleares, las epidemias, como el SIDA o el ébola, los vertidos incontrolados de sustancias nocivas, los incendios forestales, el terrorismo, los movimientos migratorios, los envenenamientos masivos, el cambio climático, etc., catástrofes, todas ellas, asociadas a la universalización de las nuevas tecnologías, a la globalización de la economía y de las decisiones políticas. Son riesgos a la par locales y globales. Por eso toda política de seguridad que quiera ser eficaz debe tener en cuenta esa doble dimensión de respuesta focalizada a una contingencia concreta pero versátil para afrontar su globalización.
Todas estas catástrofes participan de ciertos elementos comunes. Todas entrañan una enorme complejidad, no solo porque se produce en el seno de una actividad mega tecnológica, sino también porque intervienen una pluralidad de personas que hace muy difícil determinar responsabilidades individuales. En todas ellas no hay coincidencia entre los eventuales productores del riesgo y los perjudicados. Todas tienen un marcado carácter global, y no solo porque afecta a muchas personas de distintos países, internacionalizando los daños, sino porque la neutralización del riesgo exige un esfuerzo internacional, siendo necesaria la intervención coordinada de los recursos de distintos países.
Uno de los retos que tiene que asumir en este escenario la sociedad moderna es el diseño de las políticas de seguridad. Solamente pueden diseñarse estas políticas cuando van precedidas de una correcta evaluación de los riesgos. La evaluación de los riesgos se hace a partir de los criterios de una lógica empleada en el mundo de los seguros. Esta metodología se ha extendido también a otros ámbitos como la Criminología o, en términos más generales, a la política criminal. Algunos hablan de justicia actuarial para significar un modelo de justicia en el que los criterios personales del infractor han sido sustituidos por los de control de los riesgos derivados de las conductas de las personas, como criterio para el diseño de las políticas criminales y de seguridad.
Los diseños actuariales parten de la imposibilidad de lograr el riesgo cero o de modificar los comportamientos de las personas. La sociedad demanda seguridad y los servicios encargados de prestarla no pueden limitarse a influir sobre las causas de la seguridad con la infundada esperanza de que ciertas personas modifiquen sus comportamientos, sino que partiendo de la idea de la responsabilidad plena de los infractores, corresponde diseñar eficaces estrategias de neutralización que haga aumentar la percepción de seguridad de los ciudadanos. En estas condiciones la política de seguridad más eficaz es aquella que economiza los recursos y los pone al servicio de evitar riesgos. El estudio empírico del comportamiento de los grupos en los que se integran las personas nos permiten conocer con un alto índice de probabilidad la naturaleza de los recursos y la intensidad de los mismos en función de los grupos sobre los que se está interviniendo.
Este nuevo diseño actuarial ha favorecido la progresiva incorporación del sector privado en las políticas de seguridad, las cuales gravitan sobre criterios cuantificables de riesgo que sintonizan mejor con la gestión empresarial de costos/beneficios. El objetivo es alcanzar una gestión eficaz sin necesidad de atender a otros criterios de carácter subjetivos o sociales más difíciles de evaluar para el sector privado. También debe destacarse que estos nuevos enfoques, que propician la participación del sector privado, se alimentan de las propuestas socioeconómicas neoliberales que dominan el mundo actual, según las cuales la iniciativa privada resulta ser la mejor garantía para asegurar el progreso y el interés público. Una seguridad en manos del sector privado y sometida a las reglas del mercado en donde los particulares pueden elegir aquel producto que le resulte más eficaz al menor costo, asegura las mejores ofertas de seguridad colectiva. Algunos autores han subrayado la insuficiencia del sector público para satisfacer las demandas de seguridad. En términos de rentabilidad la Administración carece de recursos como para cubrir las exigencias mínimas de seguridad que demanda nuestra sociedad de consumo, en la que los bienes que pueden sufrir potencialmente riesgos crecen desmesuradamente.
La sobredimensión de las necesidades de seguridad en una sociedad en donde se produce un desorden de valores debido a sus cambios vertiginosos abre nuevos espacios de intervención al mercado que hasta ahora estaban prohibidos en la medida que limitaban el ejercicio de los derechos a las personas. Las instalaciones de control visual y la presencia de los vigilantes de seguridad en los espacios públicos documentan este fenómeno de expansión. Los sistemas actuariales de gestión del riesgo demandan una relación comunicativa del personal de seguridad con la sociedad, lo que explica la proliferación de símbolos, uniformes y signos que transmiten la idea de poder. Por otro lado las nuevas políticas de seguridad invitan a la autoprotección, repercutiendo en los costos de producción los de seguridad.
También el desarrollo de algunas teorías modernas de la Criminología ha justificado la incorporación del sector privado en la prevención de la criminalidad. Entre ellas destaca las teorías de la prevención natural de Felson y Cohen. La prevención de la delincuencia, proponen estos criminólogos, debe tener en cuenta que los riesgos de cometer un delito pueden explicarse –especialmente, en relación con la pequeña delincuencia urbana, sobre la que trabaja el sector privado- porque el espacio urbano de nuestras ciudades favorece el encuentro de los delincuentes con los objetos deseados con ausencia de medios de control. Bastaría con incorporar a este espacio una serie de elementos para hacer más difícil y complejo el acceso de los delincuentes a sus objetivos o a sus víctimas y lograr una considerable reducción de la delincuencia. Un mejor conocimiento del mapa de la criminalidad de una ciudad, sabiendo los horarios, la naturaleza de las infracciones, el perfil de los delincuentes o los espacios en los que se producen las conductas prohibidas ayudar a emplear de modo más eficaz y económico los recursos. La teoría de Felson y Cohen representa un cambio radical a los planteamientos precedentes empeñados en conocer la etiología delictiva y en luchar contra el delito desde la rehabilitación de los autores. Nada de eso resulta tan eficaz como impedir los escenarios urbanos que propician el delito. Medidas tan económicas y naturales como la mayor transparencia en el entorno de los hogares o una mejor iluminación de ciertos espacios, por ejemplo, serían suficientes para reducir la criminalidad, que es el objetivo nuclear de las estrategias político-criminales. De igual manera la incorporación de una vigilancia de baja intensidad con funciones disuasivas, por medio de los vigilantes de seguridad, ayudarían a dificultar el encuentro no deseado.
Borja Mapelli Caffarena
Catedrático de Derecho Penal
Director del Instituto de Criminología.
Universidad de Sevilla