El 16 de marzo de 1978, a las 9.02, dos coches bloquearon el convoy de Aldo Moro en via Fani. En segundos, un equipo de las Brigadas Rojas abatió a los cinco miembros de la escolta y se llevó al presidente de la Democracia Cristiana. Cincuenta y cinco días después, el 9 de mayo, su cadáver apareció en el maletero de un Renault 4 en via Caetani, una calle escogida con malicia: equidistante de las sedes de la Democracia Cristiana y del Partido Comunista Italiano. Entre esos dos puntos queda plasmada una lección amarga sobre cómo la seguridad puede volverse imposible, no por ausencia de medios, sino por la combinación letal de rutinas, errores de evaluación, fragmentación institucional y una voluntad criminal que entiende el tiempo y el espacio como armas.

Lo primero que falló fue el dispositivo, sí, pero también la cultura que lo sustentaba. La protección de Moro descansaba en hábitos previsibles: mismo horario, mismo itinerario, mismo vehículo. Los brigadistas hicieron algo que los aparatos del Estado no siempre practican con disciplina: observar, ensayar, cronometrar. Replicaron el recorrido durante días, midieron tiempos de reacción, eligieron un cruce con visibilidad limitada y diseñaron un bloqueo con coche de corte y coche de cierre, complementado con tiradores que neutralizaron a los escoltas en segundos. El convoy carecía de vehículo de exploración adelantado; la formación permitía encajonar el coche de Moro; la potencia de fuego y la sorpresa hicieron el resto. El manual de la protección fue derrotado por el manual de la emboscada.

No falló solo la técnica, falló la arquitectura institucional. La coordinación entre los cuerpos policiales y los servicios de información era frágil; las reglas sobre quién mandaba y qué protocolo regía en cada trayecto se diluían en una selva de competencias. El día de la emboscada, la respuesta mostró vacíos: se tardó en establecer el perímetro, los atascos que dificultaron la llegada de unidades, existieron interferencias en las comunicaciones y la escena del crimen pronto fue contaminada por la marea de mandos y curiosos. Se actuó mucho, pero se dirigió poco. En ese caos de buena voluntad y mala gobernanza, los minutos críticos se esfumaron sin obtener pistas aprovechables. La investigación posterior, aunque intensa, arrastró desde el comienzo la pesada losa de una escena degradada y de una coordinación que corría por detrás de los acontecimientos.

La captura de Moro no fue un golpe intempestivo; fue la pieza central de una estrategia. Los brigadistas eligieron a Moro por cálculo: era uno de los principales arquitectos del Compromesso Storico, un proyecto que buscaba normalizar al Partido Comunista dentro de una mayoría parlamentaria estable. Si el PCI entraba en el Gobierno, la retórica de guerra civil perdía oxígeno. El secuestro pretendía invertir esa inercia y devolver el país al lenguaje del choque. La dramaturgia fue milimétrica: fotografías de Moro secuestrado, comunicados escalonados, cartas filtradas a la prensa, una liturgia laica pensada para desgastar a la clase dirigente y polarizar a la sociedad. Cada gesto buscaba una reacción. Y la obtuvo.

Al otro lado, el Gobierno consolidó la “línea de firmeza”: no se negocia con quienes intentan doblegar a la República. La mayor parte de las fuerzas políticas cerró filas, con excepciones relevantes en el socialismo italiano y en sectores eclesiásticos. En el interior del sistema, la discusión fue dura. Había quienes creían que cualquier gesto abría una compuerta peligrosa, y quienes sostenían que la primera obligación del Estado era rescatar con vida a un ciudadano, y más aún a un ex primer ministro. Mientras tanto, las cartas de Moro apremiaban con una fuerza moral que hacía más difícil la frialdad gubernamental.

El caso Moro es, por eso, un laboratorio del dilema que aún hoy divide a gobiernos y especialistas: ¿se negocia con terroristas? La respuesta binaria es cómoda pero insuficiente. Negociar no equivale a capitular; negarse no produce fortaleza automática. Cada opción abre riesgos distintos: alimentar el secuestro como método o demostrar que la extorsión no funciona; salvar una vida a cambio de liberar a condenados o preservar el principio a costa de perder a una figura de Estado; ganar tiempo para una operación de rescate o perderlo mientras se redactan comunicados. Italia escogió el principio abstracto, y lo hizo por razones de largo alcance -evitar el precedente, no legitimar a las Brigadas Rojas, no cambiar justicia por chantaje- y por razones de oportunidad -impedir que el ingreso del PCI quedara marcado por una transacción de este calibre-. Esa negativa, convertida en doctrina, tuvo un coste humano irreversible y un duradero coste político.

En paralelo, se libró una guerra de información. Pistas falsas, comunicados apócrifos y extrañas ruedas de prensa, además de filtraciones interesadas. Esta batalla de los papeles acompañó cada jornada. No solo la manejó la organización armada; también el Estado jugó a disuadir, confundir y ganar tiempo, a veces con operaciones psicológicas que hoy leeríamos con incomodidad. Ese juego tuvo un precio: desorientó a la opinión pública, fracturó a las instituciones y dañó la trazabilidad de las decisiones. La investigación se movió entre el trabajo metódico -interrogatorios, análisis balísticos, rastreo de pisos seguros, monitorización de alquileres y vehículos- y el imán de las explicaciones totales -servicios extranjeros, desviaciones internas, infiltrados sin rostro-. En ocasiones, las dos dimensiones se tocaron: en Italia, aquellos años de plomo, no fueron, ni mucho menos un laboratorio aséptico; los intereses cruzados contaminaron procesos, protegieron a algunos y expusieron a otros.

¿Por qué, entonces, la seguridad se volvió imposible? En el centro del caso hay una ecuación que no cierra: liderazgo político de primer orden, amenaza decidida y adaptable, y Estado fragmentado entre aparatos que desconfiaban no solo del enemigo, sino también entre sí. La seguridad de Moro se quebró por acumulación de factores: rutina y previsibilidad de movimientos; insuficiente evaluación de riesgo ante eventos de alto valor político; falta de doctrina unificada y de un mando operacional claro para espacios y momentos sensibles; inteligencia fragmentaria, sin base de datos integrada que indicara viviendas, matrículas o militantes; y una cultura política que confundía discreción con silencio, y silencio con parálisis. A ello se añadió un marco simbólico que los atacantes dominaron: ocupar el centro de Roma, elegir fechas y lugares con carga política, devolver un cuerpo en una calle que partía el mapa del poder. La escenografía del terror operó como amplificador de debilidades.

El coste de la inacción -o, más exactamente, del rechazo a negociar- fue doble. En lo inmediato, la muerte de Moro dejó una cicatriz moral que atravesó a la Democracia Cristiana y, por extensión, a la República. A medio plazo, consolidó una fractura: para unos, la firmeza salvó principios y desactivó el incentivo; para otros, la negativa fue una apuesta fría que sacrificó a un interlocutor esencial. A falta de verdad compartida, proliferaron los relatos alternativos. Unos subrayaron errores tácticos; otros denunciaron maniobras oscuras; otros, simplemente, aceptaron que el Estado falló donde más dolía: en proteger a quien lo representaba. Las sentencias posteriores castigaron a los responsables, pero no agotaron las preguntas.

De aquel caso se desprenden, sin embargo, lecciones operativas claras. La primera: la protección de altos cargos no es un ritual, sino una disciplina viva. Rutas variables, anonimato operativo, escoltas que entrenan escenarios de bloqueo y toman la iniciativa, evaluación dinámica del riesgo y análisis de patrones urbanos. La segunda: la coordinación es una política, no una consigna. Sin un centro de gravedad que integre inteligencia y mando, cada cuerpo actúa a ciegas y la fricción devora la acción y la investigación. La tercera: el dilema de negociar exige protocolos previos, hipótesis trabajadas antes de la crisis, mediadores discretos y salvaguardas legales para que cualquier movimiento tenga control parlamentario. La cuarta: la comunicación pública durante una crisis no soporta la improvisación; hace falta transparencia compatible con la investigación, un solo portavoz, desmentidos inmediatos y archivo de decisiones para rendición de cuentas posterior.

Queda, sin embargo, un resto que ninguna reforma disuelve: hay momentos -y este fue uno- en los que la amenaza piensa más rápido, prueba límites y escoge el instante preciso. Entonces la seguridad se vuelve, de hecho, imposible. La tarea del Estado no es prometer lo que no puede, sino reducir la probabilidad de esos momentos mediante prevención inteligente, vigilancia legal bien dirigida, control judicial efectivo y entrenamiento que convierta la rutina en hábito, no en somnolencia. Y, cuando ocurre lo peor, sostener instituciones que rindan cuentas sin miedo.

Mirar atrás incomoda porque obliga a aceptar que varias decisiones incompatibles eran, cada una, defendibles. Salvar a Moro podía significar abrir una compuerta peligrosa; negarse a negociar significó asumir su muerte como posibilidad cierta. Esa tensión no se resuelve con consignas, sino con una ética de responsabilidad que mida no solo los riesgos de hoy, sino las consecuencias de mañana. El caso de Aldo Moro, más que un expediente cerrado, es un espejo: muestra lo que un Estado puede y no puede hacer cuando la violencia decide el calendario. De nosotros depende leer ese espejo sin autoengaños y convertir la memoria en una práctica: mejorar la preparación, reforzar la coordinación, blindar la legalidad, cuidar la palabra pública y recordar, con serenidad y sin retórica, que ninguna democracia se defiende sola. Aprender de aquel fracaso exige instituciones que no se enamoren de sus protocolos, que documenten lo que hacen y que acepten auditoría pública real, incluso cuando duela, especialmente cuando duela de verdad.