Harold Adrian Russell Philby, más conocido como Kim Philby, es una de las figuras más destacadas dentro del mundo del espionaje. Nacido en 1912 en una familia bien británica, Philby llevó una vida aparentemente leal a su país, mientras que actuaba en secreto como agente para los soviéticos. Fue uno de los «Cinco de Cambridge» junto a otros británicos seleccionados en la década de 1930 por sus afiliaciones comunistas, y llegó a ocupar un alto rango en el servicio de inteligencia británico. Traicionaría a sus colegas, a sus jefes e incluso a algunos de sus mejores amigos, mientras filtraba secretos de alto nivel al Kremlin durante la Segunda Guerra Mundial y en los años en Washington, actuando como enlace del MI6 con la recién formada CIA.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial en 1939, Philby ya se había establecido sólidamente en el servicio de inteligencia británico. Su trabajo como periodista cubriendo la Guerra Civil Española para The Times y su medalla de Franco llevaron al Servicio de Inteligencia Secreta, o MI6, a creer erróneamente que Philby era un anticomunista confiable. Esta fachada fue clave en su reclutamiento oficial en el MI6 en 1940, a través del cual, en poco tiempo, ya trabajaba en la sección de contrainteligencia del departamento encargado de la lucha contra la influencia soviética en Europa. Era el lugar perfecto para un agente de Moscú.
Como oficial del MI6, Philby se especializó en contrarrestar el espionaje comunista. Irónicamente, mucha de la información clasificada pasaba a manos de la inteligencia soviética a través de él. La Segunda Guerra Mundial le brindó la oportunidad de acceder a una gran cantidad de información que podía suministrar al gobierno ruso. En este sentido, se suponía que debía analizar información sobre las actividades de los enemigos y organizar el trabajo con la política de alianza de los servicios británicos, lo que le permitió acceder a la información de países aliados, principalmente Estados Unidos.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial en 1949, Philby fue trasladado a Washington, donde asumiría un puesto como jefe de la misión de inteligencia británica y enlace entre el MI6 y la recién operativa agencia de inteligencia estadounidense, la CIA. La tarea de Philby sería asegurar que ambos países trabajaran en armonía para derrotar a la Unión Soviética en la Guerra Fría. Este era un trabajo de mucha importancia para ambos gobiernos, más aún para Rusia, que durante todo ese tiempo se benefició de la posición de Philby.
Philby fue bien recibido en los más altos círculos de inteligencia de Estados Unidos. Fue allí donde estableció una relación de trabajo cercana y amistad con destacados oficiales de la CIA, entre ellos James Jesus Angleton, uno de los líderes más importantes del equipo de contrainteligencia. Angleton, quien se hizo famoso por su actitud paranoica hacia la amenaza comunista, veía a Philby como un aliado. La gran confianza en las relaciones que fue capaz de construir le permitió acceder a información sensible en ambos frentes, pudiendo influir en decisiones estratégicas relevantes para asuntos delicados para ambos países. Durante ese tiempo también proporcionó a los soviéticos información crucial sobre temas serios, como los planes de los Aliados para Corea, los esfuerzos relacionados con el establecimiento de una red de inteligencia en Europa del Este y actividades de espionaje en América Latina.
Uno de los mayores golpes para el espionaje soviético fue el hecho de que, en ese momento, Philby estaba en posición de proporcionar detalles específicos sobre operaciones encubiertas de la CIA en Albania. La CIA había colaborado con el MI6 británico para establecer su propia red de agentes que se suponía derrocarían al régimen comunista albanés liderado por Enver Hoxha, quien tenía vínculos cercanos con Moscú. Gracias a Philby, la KGB estaba al tanto de dichos planes y constantemente frustraba las operaciones, lo que llevó a la captura y ejecución de muchos agentes que intentaban infiltrarse en Albania.
La doble vida de Philby comenzó a desmoronarse por primera vez en 1951, cuando dos de sus compañeros de los «Cinco de Cambridge,» Guy Burgess y Donald Maclean, fueron advertidos y tuvieron que desertar a la Unión Soviética. Burgess, un amigo íntimo de Philby, residía en ese momento con él en Washington.
Philby fue sospechoso y llamado de regreso a Londres, donde pasó por un interrogatorio y una investigación exhaustiva que no encontró pruebas suficientes para vincularlo directamente con las actividades de Burgess y Maclean. Fue capaz de confundir a sus interrogadores, eludiendo hábilmente de frase en frase, en parte gracias al respeto que todavía inspiraba en algunos sectores. No obstante, perdió su trabajo en el MI6, y una sombra de sospecha quedó sobre él, limitando en cierta medida sus actividades en los años siguientes. En 1956, después de varios años de trabajo discreto, Philby fue rehabilitado en el MI6 nuevamente, en parte porque no se había encontrado evidencia concluyente en su contra y, por otro lado, el MI6 necesitaba personal experimentado durante el cada vez más deteriorado conflicto de la Guerra Fría. Fue enviado a Beirut y a partir de entonces funcionaría como periodista, escribiendo para el Observer y The Economist como tapadera de su verdadero trabajo de espía, al igual que ya hizo en su etapa en España durante la Guerra Civil.
Pero la época en Beirut fue cuando finalmente fue descubierto como espía ruso. En 1962, un desertor soviético, Anatoliy Golitsyn, reveló a las autoridades británicas de manera inequívoca que Philby era un espía soviético. Sucumbiendo ante la presión de las pruebas y consciente de que ya no podría continuar con su tapadera, Philby huyó a la Unión Soviética en 1963, donde fue aclamado como un héroe, aunque su vida en Moscú no resultaría tan ideal como había esperado.
Permaneció demasiado aislado del mundo y nunca se integró realmente en la sociedad soviética. Kim Philby fue fiel a sus ideales comunistas hasta el final de sus días en Moscú y explicó su traición como la máxima expresión de convicción. Su caso se considera uno de los mayores fracasos de las inteligencias británica y estadounidense, demostrando que, después de todo, en los momentos más tensos de la Guerra Fría, la lealtad ideológica realmente podía tomar prioridad sobre las fronteras nacionales. Esto fue un gran golpe para la CIA y el MI6, y generó muchas dudas sobre la seguridad de los sistemas de inteligencia de la época, creando una atmósfera de paranoia que perduró durante años. Ahora cada movimiento estaba lleno de sospechas, y las consecuencias de su trabajo continuaron en cada operación subsiguiente, ya que la traición había tocado las esferas más altas de la organización.