Esta ilustración alude al concepto geopolítico conocido como la “trampa de Tucídides”, que describe el riesgo de conflicto armado cuando una potencia emergente desafía la hegemonía de otra ya establecida. Inspirado en la obra de Tucídides sobre la Guerra del Peloponeso, el término refleja la tensión estructural entre el ascenso de Atenas y el temor espartano, proyectando ese patrón a contextos contemporáneos como la rivalidad entre China y Estados Unidos.

¿Puede evitarse la trampa de Tucídides? China, EE. UU. y el poder en disputa

Tucídides no escribió un tratado de estrategia, pero su observación sobre el miedo de Esparta al ascenso de Atenas se ha convertido en uno de los marcos más citados para entender los riesgos del poder en transición. Lo que hizo inevitable la guerra -según el historiador griego- no fue una agresión puntual, sino una percepción: el temor de la potencia establecida frente a la que asciende. Ese patrón, identificado siglos después por el académico Graham Allison, ha sido bautizado como la trampa de Tucídides.

Según los datos del proyecto del Belfer Center en Harvard, en los últimos quinientos años se han registrado dieciséis casos en los que una potencia emergente desafió a una dominante. En doce de ellos, el desenlace fue la guerra. Este dato no implica fatalidad, pero sí alerta sobre una tensión estructural: cuando el equilibrio de poder se altera, las respuestas suelen ser defensivas, y en esa lógica la violencia aparece como respuesta anticipatoria.

La potencia dominante no espera a ser superada: actúa antes, para evitar lo que teme. Y esa reacción, a su vez, se convierte en confirmación para la emergente de que está siendo agredida. Así, sin que ninguna lo desee abiertamente, ambas partes se deslizan hacia el enfrentamiento.

China, Estados Unidos y el espejo de la historia

En la actualidad, la preocupación central gira en torno a China y Estados Unidos. El primero ha consolidado su papel como potencia global: crece económicamente, invierte en tecnología, extiende su influencia en Asia, África y América Latina, y desafía el orden occidental sin necesidad de apelar a la guerra abierta. El segundo, aunque aún poderoso, percibe ese avance como una amenaza a su papel tradicional. La trampa de Tucídides parece reactivarse.

Esta tensión no es solo militar o económica, sino simbólica. China propone una visión del mundo en la que la hegemonía norteamericana ya no es el único horizonte posible. En respuesta, EE UU articula discursos de contención, alianzas estratégicas en el Pacífico, barreras comerciales, advertencias sobre derechos humanos y amenazas más o menos veladas en torno a la soberanía de Taiwán.

Bonnie Glaser, analista en Asia Society, ha advertido que si Pekín considera que Washington está decidido a frenar su ascenso, dejará de ver posible una relación de cooperación. Más aún: en ese contexto, muchos países asiáticos preferirán acomodarse al poder chino antes que enfrentarlo, si perciben que EE. UU. ya no puede ofrecer un contrapeso efectivo.

Factores de fricción y riesgo de escalada

Los puntos de tensión se acumulan: Taiwán, Corea del Norte, el mar de China Meridional, los sistemas de vigilancia digital, el uso del ciberespionaje, la política de derechos humanos, el control de tecnologías emergentes o la disputa arancelaria. Cada uno, por separado, podría gestionarse mediante diplomacia. Pero todos juntos configuran un escenario de desconfianza donde el error de cálculo, más que la voluntad agresiva, puede activar la confrontación.

Durante su mandato, Barack Obama reconoció junto a Xi Jinping la necesidad de evitar la trampa. Ambos eran conscientes del riesgo estructural. No es seguro que sus sucesores mantengan el mismo diagnóstico. La retórica de bloques ha ganado peso, y la política interior de ambos países endurece la postura exterior: nadie quiere parecer débil ante el adversario.

Evitar la trampa: ¿una utopía o una elección estratégica?

En el archivo del proyecto de Harvard se detallan dieciséis casos históricos de conflicto potencial entre potencias. Desde el ascenso de Alemania frente al Reino Unido antes de 1914 hasta la rivalidad entre Japón y EE. UU. en las décadas previas a Pearl Harbor. Pero también figuran transiciones menos violentas, como el relevo británico-estadounidense a finales del siglo XIX. Esas excepciones muestran que evitar la guerra no es imposible, aunque exige un grado de contención y visión estratégica poco habitual.

Esa posibilidad es cada vez más estrecha si ambas potencias insisten en interpretar el escenario como un juego de suma cero. El ascenso de China no tiene por qué implicar la caída de EEUU, pero si Washington lo percibe como una pérdida irreversible de rango, reaccionará con medidas que, a su vez, refuercen en Pekín la idea de un cerco injusto. Si cada uno confirma con sus actos los temores del otro, entonces la trampa se activa sola.

Una trampa, por definición, se acciona sin intervención consciente. Es decir, nadie quiere caer en ella, pero todos contribuyen a que se cierre. El deterioro de la confianza mutua, sumado a las dinámicas internas de cada país, puede acelerar un enfrentamiento que ninguno desea, pero que ambos alimentan con sus decisiones.

Una trampa de percepciones, no de hechos

La respuesta no está solo en tratados, ni en cumbres diplomáticas, sino en el lenguaje mismo con el que se describe la relación. Mientras se insista en que hay que “contener” a China, se parte de un presupuesto hostil. Mientras se repita que EE. UU. está “bloqueando” al resto del mundo, se activa el reflejo defensivo. Para evitar la trampa de Tucídides, habría que redefinir el juego, renunciar a las categorías heredadas de hegemonía y rivalidad.

Esto no implica ingenuidad ni renuncia a los intereses. Implica reconocer que el conflicto no es una fatalidad, sino una construcción. Que la historia no se repite por capricho, sino por falta de imaginación política. Y que la única forma de superar esta lógica es aceptar que el poder puede repartirse sin que cada uno pierda su lugar en el mundo.

Lo que está en juego no es solo la relación entre dos Estados, sino la posibilidad de que el siglo XXI no repita -con armas más precisas pero consecuencias más graves- los errores de los siglos anteriores. El ascenso de una nueva potencia puede ser oportunidad o amenaza, según cómo se lo narre. Y quizás ahí, en el modo de interpretar los movimientos del mundo, resida la única salida real a esta vieja trampa griega.