Modelo de Triple Riesgo en Criminología aplicado a la Seguridad y las Emergencias, I. Fundamentación teórica
La Criminología contemporánea ha desarrollado diversas teorías para explicar el fenómeno delictivo, pero pocas ofrecen una visión tan completa y práctica como el modelo de triple riesgo. Este enfoque considera que el delito no es el resultado de un solo factor, sino de la interacción de tres elementos principales: la predisposición personal, las oportunidades situacionales y los factores sociales. Para los profesionales de la seguridad y las emergencias, comprender este modelo podría ser de gran utilidad a la hora de implementar mecanismos de identificación, prevención e intervención frente a situaciones de riesgo de manera más eficiente.
Desde este enfoque, se considera al delito como la expresión convergente de tres componentes clave:
- La predisposición personal o características individuales que pueden inclinar a una persona hacia el comportamiento delictivo. Estos factores pueden ser psicológicos, como la impulsividad, la baja tolerancia a la frustración o los trastornos de personalidad, o biológicos, como predisposiciones genéticas o desequilibrios neuroquímicos.
- Las condiciones situacionales u oportunidades que permiten o facilitan la comisión de un delito. Esto incluye la falta de vigilancia, la disponibilidad de bienes valiosos o accesibles, y la ausencia de medidas preventivas eficaces.
- Los factores sociales o condiciones estructurales que influyen en las tasas de delincuencia, como la desigualdad económica, el desempleo, la exclusión social y la falta de acceso a la educación. Hay que aclarar que estas condiciones no causan el delito de manera directa, pero favorecen un contexto en el que ciertas conductas pueden proliferar.
La predisposición personal hacia el comportamiento delictivo ha sido ampliamente estudiada en la literatura criminológica. Desde la perspectiva psicológica, autores como Eysenck (1977) argumentan que ciertos rasgos de personalidad, como la extraversión y el neuroticismo, están asociados con una mayor propensión al delito. Las personas extrovertidas tienden a buscar constantemente estímulos externos debido a un nivel de activación cortical más bajo. Esta búsqueda de emociones fuertes puede llevar a comportamientos impulsivos y, en algunos casos, delictivos, especialmente en entornos donde las oportunidades para el delito están presentes. Las personas con altos niveles de neuroticismo tienen más dificultades para controlar sus impulsos, lo que aumenta la probabilidad de que recurran a comportamientos delictivos como una forma de manejar su estrés emocional.
Además de los rasgos de personalidad, la psicología ha explorado cómo trastornos específicos, como el trastorno de personalidad antisocial (TPA), están fuertemente asociados con la conducta criminal. Individuos con TPA suelen mostrar patrones de desprecio por los derechos de los demás, falta de empatía y manipulación, lo que facilita la comisión de delitos (Hare, 1993).
Estudios recientes en neurociencia han identificado desequilibrios en neurotransmisores como la serotonina y la dopamina que pueden influir en comportamientos impulsivos y agresivos (Raine, 2013). Bajos niveles de serotonina se asocian a una mayor impulsividad y agresividad. Investigaciones como las de Raine (2013) han demostrado que individuos con déficits en este neurotransmisor tienen más probabilidades de involucrarse en comportamientos violentos y delictivos. La serotonina actúa como un regulador emocional, y su desequilibrio puede dificultar el control de impulsos agresivos. Por otro lado, la dopamina está relacionada con el sistema de recompensa del cerebro. Niveles elevados de dopamina pueden llevar a una búsqueda excesiva de recompensas inmediatas, lo que en algunos casos se traduce en comportamientos delictivos, especialmente en entornos donde las recompensas ilegales (como el robo o el fraude) son más accesibles que las legítimas.
Junto a lo dicho respecto a los neurotransmisores, estudios de neuroimagen han identificado diferencias estructurales y funcionales en el cerebro de individuos con tendencias delictivas. Por ejemplo, se ha observado una reducción en el volumen de la amígdala, una región cerebral asociada con el procesamiento de emociones como el miedo y la empatía, en personas con comportamientos violentos (Yang & Raine, 2009).
En el ámbito biológico, la teoría de la selección natural de Darwin ha sido adaptada para explicar cómo ciertas predisposiciones genéticas pueden aumentar el riesgo de comportamiento delictivo. Walsh y Beaver (2009) han explorado cómo factores genéticos interactúan con el entorno para influir en la conducta criminal.
Las condiciones situacionales que facilitan el delito han sido un foco central en teorías como la de las actividades rutinarias (Cohen & Felson, 1979). Estos autores postulan que el delito ocurre cuando convergen tres elementos: un objetivo adecuado, la ausencia de guardianes capaces y un delincuente motivado. La implementación de medidas como la vigilancia visible, la iluminación adecuada y los patrullajes frecuentes demuestra ser efectiva en reducir las oportunidades delictivas, como lo evidencian estudios sobre la reducción de robos en zonas comerciales durante horarios nocturnos (Clarke, 1995).
Los factores sociales que influyen en la delincuencia han sido explorados en teorías como la de la tensión de Merton (1938), sugiriendo que la discrepancia entre las aspiraciones culturales y los medios legítimos para alcanzarlas puede llevar al delito. Más recientemente, la teoría de la desorganización social (Sampson & Groves, 1989) ha destacado cómo la falta de cohesión comunitaria y la incapacidad de las instituciones para regular el comportamiento pueden aumentar las tasas de delincuencia.
Programas interdisciplinarios que abordan estos factores, como iniciativas de acercamiento comunitario y capacitación laboral, han demostrado ser efectivos en reducir la percepción de abandono y marginación, disminuyendo así el riesgo delictivo (Sherman et al., 1997).
Bibliografía
– Clarke, R. V. (1995). Situational crime prevention. “Crime and Justice”, 19, 91-150.
– Cohen, L. E., & Felson, M. (1979). Social change and crime rate trends: A routine activity approach. “American Sociological Review”, 44(4), 588-608.
– Eysenck, H. J. (1977). “Crime and personality”. Routledge.
– Hare, R. D. (1993). “Without conscience: The disturbing world of the psychopaths among us”. Guilford Press.
– Merton, R. K. (1938). Social structure and anomie. “American Sociological Review”, 3(5), 672-682.
– Raine, A. (2013). “The anatomy of violence: The biological roots of crime”. Pantheon Books.
– Sampson, R. J., & Groves, W. B. (1989). Community structure and crime: Testing social-disorganization theory. “American Journal of Sociology”, 94(4), 774-802.
– Sherman, L. W., Gottfredson, D. C., MacKenzie, D. L., Eck, J., Reuter, P., & Bushway, S. D. (1997). “Preventing crime: What works, what doesn’t, what’s promising”. National Institute of Justice.
– Walsh, A., & Beaver, K. M. (2009). “Biosocial criminology: New directions in theory and research”. Routledge.
– Yang, Y., & Raine, A. (2009). Prefrontal structural and functional brain imaging findings in antisocial, violent, and psychopathic individuals: A meta-analysis. “Psychiatry Research: Neuroimaging”, 174(2), 81-88.