Ciudad victoriana con edificios en llamas y río de whisky encendidoRecreación del incendio de Dublín de 1875, cuando miles de litros de whisky ardieron por las calles.

La noche del 18 de junio de 1875, Dublín se transformó en escenario de un desastre tan extraordinario que aún hoy, siglo y medio después, parece rozar el territorio de la fábula.

Hacia las ocho de la tarde, un incendio comenzó en el almacén de whisky de Laurence Malone, en el barrio de Liberties, una de las zonas más antiguas y humildes de la ciudad. Lo que parecía un fuego urbano más se convirtió pronto en un infierno líquido. En el interior del almacén reposaban 5 000 toneles de whisky, es decir, unos 1,2 millones de litros de alcohol altamente inflamable. El fuego prendió en los barriles, la presión aumentó y, poco a poco, el depósito se transformó en un volcán dispuesto a escupir su interior a las adoquinadas calles de Dublín.

El estallido de los toneles liberó de golpe un torrente de licor ardiente. Los cronistas de la época lo describieron como un río de fuego que descendía por Ardee Street, bajaba hacia Cork Street y se extendía por Mill Street, avanzando con la inexorabilidad de una corriente de lava. Tenía unos quince centímetros de profundidad y varios metros de ancho. Las llamas corrían sobre la superficie del whisky derramado, devorando todo cuanto encontraba a su paso: casas, establos, tabernas. La imagen era al mismo tiempo fascinante y aterradora, un espectáculo dantesco de fuego líquido que iluminaba la noche.

En ese paisaje surrealista se produjeron escenas memorables. Una familia que velaba a un difunto tuvo que cargar con el ataúd a toda prisa para evitar que el fuego consumiera también al muerto. Los animales huyeron despavoridos. El aire se llenó de un olor difícil de describir: mezcla de alcohol, cuero y carne quemada.

Los bomberos de la ciudad, liderados por James Robert Ingram, llegaron pronto al lugar, pero no tardaron en darse cuenta de que estaban ante un enemigo inédito. La reacción instintiva de la población había sido arrojar cubos de agua para detener el incendio, lo que solo sirvió para extender las llamas, ya que el alcohol flotaba y ardía sobre la superficie acuosa. Ingram tuvo que convencerlos de que desistieran de aquella práctica, y buscar un remedio insólito: ordenó traer carretas llenas de estiércol animal para crear diques y absorber el flujo. Aquel improvisado muro orgánico se convirtió en la primera línea de defensa contra el río incendiado, y aunque la solución resultaba poco heroica a los ojos del público, fue eficaz. Así, con arena, grava y montones de excremento, se logró contener finalmente la riada etílica.

Mientras tanto, otro fenómeno se producía en las calles. Lejos de huir del desastre, muchos vecinos corrieron a recoger el whisky que se escapaba del almacén. Hombres y mujeres se agachaban con sombreros, botas, jarras o cualquier recipiente a mano. Algunos no dudaron en beber directamente del suelo. El Illustrated London Times relató que cuatro cadáveres aparecieron con los zapatos llenos de whisky, y que otros tantos se desmayaron tras intentar aprovechar la ocasión. Las tabernas cerradas por el fuego parecían reabrirse en plena calle, improvisadas y peligrosas.

En los hospitales de Dublín comenzaron a ingresar personas intoxicadas en masa. Al Meath Hospital llegaron ocho hombres en estado crítico; al Jervis Street, doce más; otros tres fueron admitidos en el Stevens’ y uno en el Mercer’s Hospital. En total, unas veinticuatro personas fueron atendidas por lo que la prensa llamó sin rodeos “embriaguez letal”. Trece murieron en las horas siguientes, no por las llamas, ni por el humo, ni por el derrumbe de viviendas, sino por el consumo excesivo de whisky recogido en medio del desastre. Fue una tragedia paradójica: las llamas no mataron, la bebida sí.

El valor material de la pérdida fue descomunal: las 54 000 libras que representaban aquellos barriles equivaldrían hoy a unos seis millones de euros. El golpe económico para la destilería fue grave, aunque lo que realmente permaneció en la memoria colectiva fueron las imágenes del río ardiente y los muertos por intoxicación. El propio alcalde de Dublín, Peter Paul McSwiney, expresó su asombro de que no hubiera habido más víctimas directas por el incendio, insinuando que en otras ciudades con menor disciplina la cifra habría sido mucho mayor. Lo cierto es que el barrio de Liberties quedó marcado por aquella noche en que la sed, la imprudencia y el azar se unieron en un relato casi bíblico: un río que no era de agua ni de sangre, sino de whisky ardiendo.

Cuando las llamas se extinguieron y la riada fue absorbida por el estiércol, la arena y el trabajo incansable de los bomberos, Dublín despertó a la mañana siguiente con un paisaje desolador. Calles ennegrecidas, casas destruidas, animales calcinados y montones de familias sin hogar componían el escenario. Sin embargo, lo que más se escuchaba en las conversaciones no era tanto el daño material como la singularidad de la desgracia: un río de whisky convertido en verdugo. La ironía era demasiado evidente para pasar desapercibida. Los periódicos locales y británicos recogieron titulares donde la burla se mezclaba con el asombro. Hablaron de un “tsunami de whisky”, de un “río ebrio”, incluso de una “borrachera colectiva con tintes trágicos”.

Ese doble tono -entre la comicidad y el horror- ha acompañado siempre el recuerdo del incendio. Los historiadores Tom Geraghty y Trevor Whitehead documentaron la escena de la familia con el cadáver en brazos y de los hombres que, tras beber hasta la inconsciencia, fueron encontrados sin vida con los zapatos convertidos en improvisados vasos. La muerte de un perro, que enloquecido por la ingesta alcohólica saltó por una ventana, se convirtió en anécdota repetida una y otra vez, como símbolo grotesco de la tragedia. El fuego de Dublín no mataba directamente, pero convertía la sed en un arma mortal.

Para los bomberos, el incendio supuso un punto de inflexión. Hasta entonces, el cuerpo era una institución casi marginal, con escasa financiación y poca consideración social. La actuación de Ingram y sus hombres, enfrentados a un enemigo líquido, les otorgó un respeto hasta entonces inexistente. La decisión de utilizar estiércol como barrera absorbente pudo parecer ridícula en su momento, pero pasó a la historia como ejemplo de ingenio práctico. La ciudad comprendió que la preparación técnica y la capacidad de improvisar eran cuestiones de vida o muerte. La tragedia se convirtió, así, en un argumento a favor de la profesionalización de los servicios de emergencia.

Desde el punto de vista industrial, el incendio de 1875 reveló los riesgos inherentes a almacenar enormes cantidades de alcohol en barrios densamente poblados y con construcciones frágiles. La combustibilidad del whisky, unida a la precariedad de las instalaciones, era buenos ingredientes para la receta del desastre. Aunque la legislación tardó en reaccionar, aquel episodio fue recordado como advertencia y reforzó con el tiempo la necesidad de protocolos más estrictos en materia de seguridad contra incendios en destilerías y almacenes. En cierto modo, la modernización de la industria irlandesa tuvo entre sus detonantes aquel río de whisky encendido.

En la memoria popular, sin embargo, lo que perduró fue la fascinación por el relato. El incendio de Dublín se convirtió en leyenda urbana, transmitida en tabernas y tertulias como una historia que combinaba lo pintoresco con lo siniestro. Con el paso del tiempo, marcas de whisky como Flaming Pig se inspiraron en aquel incendio para dotar a sus productos de un relato épico, transformando la tragedia en un elemento de identidad comercial. El fuego, que había sido sinónimo de ruina, terminó siendo reciclado como símbolo de resiliencia y carácter. Es la paradoja de las catástrofes urbanas: lo que una vez sembró el dolor, más tarde se convierte en recurso narrativo, casi en mito fundacional.

El incendio de Dublín ocupa un lugar curioso en la historia: no alcanzó la magnitud destructiva de otros grandes desastres, ni cambió radicalmente el rumbo de la ciudad, pero quedó grabado en el imaginario por lo improbable de sus imágenes. Calles convertidas en ríos ardientes, vecinos bebiendo hasta morir, bomberos alzando muros de estiércol contra las llamas. Son escenas que muestran la facilidad con que lo cotidiano se transforma en tragedia.