Hay imágenes que parecen sacadas de una campaña publicitaria demasiado entusiasta, de esas que prometen que, con un simple sorbo de bebida, la rutina se convierte en un festival.
Sin embargo, lo ocurrido en la ciudad rusa de Lebedyan en abril de 2017 fue cualquier cosa menos un anuncio de televisión. Fue un accidente industrial que, al desplomarse parte del techo de una planta de PepsiCo, liberó miles de litros de jugo de frutas que se lanzaron por las calles, cuesta abajo, como una marea espesa y pegajosa. Lo insólito del caso no es solamente la magnitud del derrame, sino el modo en que convirtió un pequeño centro urbano de la región de Lípetsk en escenario de un espectáculo surrealista: vecinos intentando sortear charcos de néctar multicolor, automóviles atrapados en ríos de líquido azucarado y un olor dulzón impregnando el aire como si toda la ciudad se hubiera convertido en una confitería gigante.
El accidente se produjo el 25 de abril en una fábrica de jugos del grupo PepsiCo en Rusia. El techo cedió de manera repentina, generando el colapso de grandes contenedores de almacenamiento. Se estima que más de 28 millones de litros de jugo se esparcieron caóticamente, anegando calles y sótanos y arrastrando vehículos.
Las fotografías que se difundieron rápidamente en redes sociales parecían un montaje: cascadas de líquido rojizo avanzando con fuerza, personas con botas improvisadas intentando cruzar las avenidas, e incluso transeúntes observando incrédulos cómo la corriente arrastraba cajas, troncos y desperdicios urbanos como si se tratara de una inundación convencional. Solo que no era agua: era jugo concentrado de manzana, naranja, cereza y otros.
El episodio no provocó muertes. Hubo, eso sí, varios heridos y un buen número de hospitalizados por contusiones y golpes. Una docena de vecinos debió ser rescatada tras quedar atrapada en sus dulces hogares, mientras que algunos trabajadores de la planta sufrieron lesiones al intentar contener el derrame inicial.
El problema no se reducía al desastre físico: las autoridades se vieron obligadas a evaluar de inmediato el impacto ambiental. Parte del jugo alcanzó el río Don, uno de los más importantes de la región, y se temió que el azúcar y los aditivos pudieran afectar el ecosistema acuático. Aunque los primeros informes descartaron un daño a gran escala.
Para los vecinos fue una catástrofe doméstica que arruinó viviendas, destrozó mobiliario y paralizó la ciudad durante horas. Para la prensa internacional, en cambio, se trataba de un episodio tan singular que parecía diseñado para la sección de curiosidades. Los titulares hablaban, como siempre, de un “tsunami» de jugo o de una “marea» dulce, y más de un medio insinuó, con cierto humor, que el pueblo había vivido la fantasía de muchos niños: nadar en una piscina gigante de jugo.
El propio Ministerio de Emergencias de Rusia debió salir al paso de esas comparaciones y subrayar que lo ocurrido había supuesto riesgos muy serios. Después de todo, no era lo mismo una riada de agua que un torrente de líquido viscoso, difícil de drenar, pegajoso, y con un poder de arrastre capaz de hundir estructuras debilitadas.
El día después del accidente, la imagen de Lebedyan había cambiado por completo. Calles cubiertas de barro azucarado, sótanos anegados con un líquido que fermentaba rápidamente y un olor dulzón que se volvía cada vez más desagradable con el paso de las horas. Lo que al inicio parecía un espectáculo pintoresco se transformaba en un problema logístico de primera magnitud: retirar millones de litros de jugo sin colapsar el sistema de alcantarillado y sin que el derrame alcanzara zonas agrícolas. El municipio carecía de equipos preparados para un escenario semejante, así que fue necesario movilizar maquinaria pesada, camiones cisterna y brigadas de limpieza enviadas desde ciudades vecinas.
Las autoridades informaron que los daños materiales ascendieron a varios millones de rublos. Casas enteras quedaron inutilizadas, los negocios de la zona perdieron mercancías y la planta quedó seriamente dañada. A pesar de ello, PepsiCo asumió la responsabilidad del siniestro y anunció compensaciones, así como un plan de reconstrucción que buscaba transmitir confianza a la población.
Lo paradójico era que, mientras la compañía hablaba de transparencia y compromiso, las imágenes del río de jugo se viralizaban en medios de todo el mundo, reforzando la idea de que en Rusia podía suceder cualquier cosa, incluso que un pueblo se ahogara en fruta exprimida.
El accidente, además, puso sobre la mesa un debate inevitable: ¿cómo son de seguras son las grandes plantas industriales que almacenan productos en volúmenes gigantescos? El desplome del techo no fue un simple infortunio. Diversos expertos señalaron deficiencias en el mantenimiento de la estructura y falta de protocolos adecuados para prevenir una fuga de semejante magnitud. El episodio recordó a otros derrames célebres, como la inundación de cerveza en Londres en 1814 o el río de whisky en Dublín en 1875. Todos ellos comparten un mismo patrón: la acumulación de miles de litros de líquidos inflamables en depósitos mal asegurados, que al fallar se convierten en avalanchas incontrolables.
Un líquido que habitualmente se asocia con la nutrición y la frescura se convirtió en amenaza para la salud, en riesgo ambiental y en causa de pérdidas económicas graves. Los suelos empapados en azúcar atrajeron enjambres de insectos, los muros comenzaron a deteriorarse y las redes de alcantarillado sufrieron bloqueos. Los técnicos insistieron en que, de haber sido una sustancia tóxica en lugar de jugo, el resultado habría sido devastador.
Con el paso de los meses, la planta fue reparada y la vida en Lebedyan volvió a la normalidad. Lo cierto es que pocas veces una ciudad ha tenido que enfrentarse a una inundación tan insólita y, a la vez, tan documentada por las cámaras de los propios vecinos. La imagen de un río de frutas recorriendo las calles quedó instalada en el anecdotario mundial de los desastres curiosos.